lunes, marzo 20, 2006

El bien y el mal son gemelos

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Este post obedece a la necesidad de esclarecer el hecho de que yo tengo un blog gemelo, mi gemela se hace llamar Natinat igual que yo, pero hay algo que nos diferencia, quienes nos conozcan podrán evaluar esas diferencias abismales, hasta el día de hoy íbamos por caminos paralelos, pero a partir del último post de mi gemela he decidido revelar la verdad y poner al descubierto aquello que nos diferencia, es por eso que hoy incluyo este post muy diferente del de Natinat II quien padece de una obsesión rayana en lo patológico, lo único que haré es dejar mi post en la sección de los comentarios de mi alter ego.

La libertad impotente. A propósito del bien y del mal

El maniqueísmo relativiza la libertad humana, no hace de ella el lugar activo del enfrentamiento entre el bien y el mal. Desplaza la lucha a otro ámbito. El profesor Botturi afronta la actualidad del problema moral

a cargo de Davide Perillo

« El motivo, en el fondo, es uno: en la vida del hombre, la experiencia del mal es algo imponente. Siempre, en todos los tiempos. La actitud maniquea nace de aquí». También Francesco Botturi, profesor de Filosofía moral en la Universidad Católica, se quedó impresionado por esta alusión realizada el sábado por la mañana en los Ejercicios de la Fraternidad. Se hablaba de «retorno del maniqueísmo», de una concepción que «hace desaparecer la libertad», contraponiendo bien y mal como «ideas predeterminadas», colocándoles una junto a la otra: «una idea (no una experiencia) de bien, pero sobre todo el carácter inexorable del mal».

Tentación recurrente, cristalizada en doctrina ya desde el siglo III, pero que reaparece a menudo en la historia. ¿En qué forma? Y, sobre todo, ¿por qué? «Es verdad, el dualismo maniqueo es actual. Por lo menos como actitud, si no como doctrina. En el maniqueísmo se mira al mal como algo que está enfrente del bien, como principio que lucha con el principio del bien, queriendo vencer. Es una lucha radical. Desde este punto de vista la visión maniquea tiene algo de verdad: nace de una mirada dramática sobre la realidad. Por esto fascina».

Es decir, porque se toma en serio el problema del mal...

Exacto. Y esto es lo que al principio había atraído también a san Agustín, que antes de su conversión había pasado por el maniqueísmo. Después fue él mismo el que puso de manifiesto la debilidad teórica del dualismo maniqueo: el mal no es “algo” (porque sería positivo), ni es tampoco únicamente negación (porque sencillamente no existiría); es sólo privación, es ir en contra de lo que hay. En cualquier caso, no es un principio que tenga consistencia en sí mismo. De esta forma Agustín supera la contradicción teórica del dualismo maniqueo, pero no resta dramaticidad al problema del mal. Deja intacto todo el drama de la existencia marcada por el mal.

El maniqueísmo parte de la experiencia dramática del mal, pero termina por solidificarla en una idea predeterminada. ¿No es este el motivo de que «se haga desaparecer la responsabilidad»?

El maniqueísmo relativiza precisamente la libertad humana. No hace de la libertad el lugar activo del enfrentamiento, sino sólo el teatro de este choque. El enfrentamiento entre bien y mal tiene como protagonistas a los principios metafísicos.

¿Cómo se documenta hoy esta tendencia?

Hoy no existe una verdadera concepción maniquea, una teorización de esta concepción, porque en la cultura contemporánea no se da una adecuada sensibilidad metafísica. Sin embargo existen actitudes maniqueas, efecto típico de posiciones ideológicas, en las que los factores en juego se identifican con sujetos sociales.

En definitiva, se pasa de una lucha entre bien y mal a la contraposición entre buenos y malos...

Exacto. Es una tentación típica de la época moderna: el mesianismo comunista tiene necesidad del capitalista como enemigo absoluto, el nazismo del judío, etc. Pero son esquemas vigentes también hoy; los fundamentalismos de cualquier signo tienen este patrón: existe una alteridad que es simplemente un adversario, pero que es identificado paranoicamente con el mal. Recuerda mucho a la idea de “chivo expiatorio” (reformulada hoy por A. Girard), sobre el que se cargan culpas y conflictos sociales para salvar la unidad social y por tanto la paz.
¿Qué hay en el fondo de este mecanismo?

El carácter insoportable del mal. El mal es escandaloso, y si no existen una razón y una energía capaces de superarlo, la tentación espontánea es la de borrarlo de uno mismo, del propio grupo... Proyectarlo fuera, como para tenerlo delante y de alguna manera circunscribirlo y dominarlo. Es un problema de intolerancia: no se consigue soportar el sufrimiento que produce el mal y se crea un mecanismo de resentimiento contra él que se materializa - por decirlo de alguna manera - contra alguien. Es un resentimiento profundo e insidioso, que puede asumir incluso la forma del humanitarismo. Piénsese en una cierta forma de subrayar los casos más dignos de compasión para justificar el divorcio, el aborto, la manipulación genética, la eutanasia... En realidad, para aliviar la propia angustia y para satisfacer el propio resentimiento hacia un sufrimiento que nos hace experimentar nuestra impotencia.

¿Qué quiere decir entonces que en este juego «la libertad, ante la experiencia del límite, se detiene»?

Es la cuestión de fondo. La libertad es adhesión al bien. Pero precisamente se pone a prueba en esta capacidad de adherirse. Porque la adhesión al bien pasa a través de la elección, que es un poder expuesto al riesgo y al drama. La visión dualista se solidifica por la experiencia del mal. No consigue concebirse a sí misma como el lugar en el que se desarrolla el drama. Actuando así no alcanza la profundidad de la libertad. Sacar fuera el mal, identificarlo con “otra cosa” es renunciar a la profundidad de la propia libertad.

¿Hasta tener miedo de ella, como dice don Pino?

Tomás escribió que «malum etiam habet quandam infinitatem», incluso el mal tiene una cierta infinitud. A primera vista, parece la posición maniquea. En realidad quiere decir que cuanto más profundo es el mal, tanto más pone en juego la relación de la libertad con el ser. Mirar a la cara a esta amplitud de la libertad y hacerse cargo de ella es una tarea vertiginosa. Exaltante, pero también temible. Por eso sufrimos la tentación de huir.

Sin embargo la experiencia nos dice que «existe algo dentro de la libertad misma, un veneno dentro de mi libertad», como se decía en Rímini: es el pecado original.
Sí, porque sigue estando el enigma de la capacidad de la libertad de hacer el mal. Si la libertad es esencialmente adhesión autónoma al bien, ¿por qué es capaz del mal? Aquí el escándalo pasa de ser externo a ser interno. El hombre que reflexiona sobre la propia posibilidad de hacer el mal no puede no escandalizarse de sí mismo. Por eso el hombre no es capaz de confrontarse verdaderamente con el enigma de su libertad si no es con una condición: que su mal esté ya de algún modo rescatado. Sólo en el horizonte de una promesa futura o de una salvación presente se hace posible superar el miedo de la libertad. La concepción judaica antigua, y después cristiana, del mal lo atribuye al hombre. Pero esta idea es contemporánea a la “promesa” y a una primera forma de “alianza” con el hombre: el ser arrojados del paraíso terrenal es contemporáneo a la promesa de la lucha de la mujer con la serpiente y al cuidado de Dios hacia el hombre, al que reviste amorosamente con una túnica de piel (cfr. Gn 3,15.21).

Y en virtud de la promesa de salvación se tiene el valor de llegar hasta el fondo del drama de la libertad.

Sólo a la luz de la gracia es soportable la idea misma del pecado original. Si lo pensamos, la idea del pecado original es terrible. No es menos dramática que la idea maniquea.

¿Qué diferencia existe entonces entre la elevación del mal a principio inexorable, como sucede en el maniqueísmo, y el hecho de que la libertad esté inexorablemente herida y por tanto sea incapaz, por ella misma, de hacer el bien?
En un caso se habla de un principio metafísico inalterable, en el otro de una condición de la libertad, que sigue siendo por sí misma deseo de bien. Si se niega esto, se cae en el pesimismo luterano. En cambio, el juicio sobre el pecado adquiere sentido únicamente a la luz de la gracia, que da sentido a la libertad, como experimentó san Pablo.

Si esto es así, el pecado no constituye ya una objeción: se convierte en un signo que remite a algo más grande. El límite se convierte en un “escalón”, como dice a menudo don Giussani... entonces, ¿qué papel juega la gracia?

El hecho de que el pecado sea una cuestión de libertad y de que el mal esté ligado a la libertad implica algo: que si existe una respuesta al mal, tiene que ser obra de otra libertad. No puede ser el efecto de un principio anónimo o la aplicación de unas reglas. La naturaleza del problema es tal que ningún dispositivo, ya sea individual o colectivo, interior o exterior, está capacitado para responder. La libertad, por su propia naturaleza, no puede tener otra medida que la libertad. Si una libertad está enferma, su medida podrá ser sólo una libertad sana que cuide de ella, es decir, una libertad capaz de ese amor del que ella no es (ya) capaz. La libertad de Cristo sale al encuentro de la libertad del hombre. La única medida adecuada de la libertad que se ha perdido a sí misma es la misericordia. La misericordia - así la define don Giussani - como «justicia que recrea».